'La Maîtresse de Brecht', de Jacques-Pierre Amette

12.01.2017 15:20

Traducción de dos capítulos de La Maîtresse de Brecht, de Jacques-Pierre Amette,  Albin Michel, 2003

 

Buckow, 1952

Capítulo 12

María desobedeció las órdenes. Con la excusa de ir por leche, abandonó el despacho de Brecht y cogió la bicicleta en dirección al pueblo. Llegó al corral en el que ya había estado en otra ocasión y, una vez la perola de leche se hubo llenado, se dirigió a la oficina de Correos. Esperó, acodada en la tabla de madera de la cabina telefónica, a que la comunicaran con Berlín. Los minutos pasaban y el corazón parecía que iba a salírsele del pecho. Alguien llamado Karmitz le dio cita en un antiguo cuartel abandonado de la Wehrmacht, cerca de Prötzel, a unos veinte kilómetros de Buckow. María tomó nota y dejó caer el bolígrafo y el sobre marrón donde estaba escribiendo.

Después de colgar, permaneció inmóvil durante un rato, el tiempo necesario para volver a respirar con normalidad, para calmarse. Sudaba, tenía taquicardia… Parezco un conejo brincando en la conejera, pensó. Se repuso y abrió la puerta de la cabina, cuya atmósfera había quedado viciada de su pánico.

Paso sosegado y firme. Oyó un zumbido de insectos en su oído izquierdo y se preguntó si acaso no estaría incubando un cáncer cerebral.

Por fin, cuando estuvo segura de que el corazón no le estallaría en aquella oficina de Correos, se obligó a sonreírle a la joven empleada y le dijo que Buckow era el lugar más bonito que había visitado. El semblante escéptico de la empleada la pilló desprevenida. Se preguntó si acaso no estaría provocando suspicacias, fingiendo semejante entusiasmo en una oficina tan apagada.

Frondosos robles, una carretera mal asfaltada, casitas enjalbegadas, pájaros que remontan el vuelo hacia un cielo azul y montes claros hasta donde alcanza la vista.

Siguió el mapa toscamente trazado en el dorso del sobre y se halló ante una serie de construcciones cercadas con alambres de púas. Un patio amplio de paredes agrietadas y levemente combadas. Un gran cobertizo y, a mano izquierda, un refugio de hormigón con troneras semiocultas entre la maleza. El antiguo cuartel abandonado se antojaba siniestro, fuera de sitio en medio de la campiña. El horizonte verde de los campos, el espacio infinito del cielo, las nubes, el trinar de los pájaros entre los frutales.

María bajó una escalera y llegó a una sala a media luz con numerosas columnas de hierro, largas hileras de mesas y bancos apilados. Hans Trow la esperaba sentado al pie del enorme reloj del comedor. La luz se colaba por la ventana iluminando su atuendo de traje gris y camisa blanca, impecablemente planchada y con el último botón desabrochado. Se giró para ver a María acercarse y, cuando ella llegó a su lado, levantó la cabeza con aire perplejo.

Hola, Hans, dijo, pensó, repitió ella para sí.

—Tengo poco tiempo —dijo Hans.

Pues dedícamelo todo a mí, te lo ruego, pensó María. Sin saber qué hacer y esbozando una sonrisa medianamente seria, no se movía de su lado. Parece un joven sencillo, aunque ¿hay acaso algún joven sencillo de corazón, de corazón puro, en este país sin rumbo?...

—¿Cómo está?

Ella ve sus labios moverse, pero está en babia. Hans se gira con una sonrisa tan imperceptible como afable y, haciendo tintinar algo metálico en el bolsillo le dice:

—¿Por qué no se ha ido a la parte occidental?

 Él se sienta sobre la esquina de una mesa.

—Si usted me lo hubiera pedido…

—Le habría dicho que podía marchar.

María se estremeció, se alejó un poco y desvió su mirada a las pintadas obscenas que había en la pared, bufadas por la humedad. Se sentía inánime, fantasmal. Cruzó los brazos sobre la blusa. Hans Trow advirtió que María estaba temblando. Se acercó a ella y apoyó la mano sobre su hombro.

—¿Se encuentra bien?

—No mucho. —Y añadió— Me suele suceder.

Hans la miró con detenimiento y el contorno de los ojos de María latió ligeramente. Hans no supo qué decir; delicadamente cogió el bolso de María por las correas y abrió la cerradura de cobre  con un solo movimiento de muñeca. Dadme una isla en donde amar a este hombre, no importa cuál; lo quiero todo para mí aunque más no sea por una única semana en toda mi vida, pensó María.

Las largas hileras de mesas transmitían una tristeza inconmensurable. Los hermosos brazos de María colgaban a los lados del cuerpo. Hans escrutaba las fotos, las prescripciones médicas, los sobres cubiertos de notas escritas con mala caligrafía por María y que eran tanto reflexiones suyas como citas de Brecht que apuntaba al momento, cuando él, con unas copas de más, se ponía a filosofar por las noches a la luz de las velas.

—¿Qué le ha hecho?

—Nada en especial.

—Sigue con la cabeza en China?

—Sí.

Dios mío, pensó María, que me haga suya, que me retenga, que no se vaya nunca… jamás… Te lo suplico, Dios mío…

—Tengo poco tiempo, María, pero es preciso que marche usted a la parte occidental.

Sí, Hans, claro, Hans, ¿es que acaso no lo ves, Hans, que tienes que venir conmigo?

—Es usted peculiar, María Eich, pero tiene que marchar, el comunismo acabará por no valer la pena, sobre todo para alguien como usted. Usted ya no está para esto.

Soy un corazón puro y ardiente, estuvo a punto de decir ella.

—No tiene por qué seguir dependiendo de esa gente —dijo él.

Hans buscó palabras exhortadoras, amables, sinceras que borrasen la mirada de desamparo que revelaban aquellos ojos que se encontraban a tan corta distancia de él.

—Ha hecho usted todo lo que podía hacer, María.

La cogió por la muñeca, los separaba el bolso abierto que había sobre la  mesa, ella quiso acercársele más y perdió el equilibrio. Hundió su rostro en la chaqueta de él y se quedó inmóvil. La hierba cálida y suave bajo los pinos de nuestra isla, solo los dos, una semana, no pido más que una semana.

Hans se apartó lentamente y se puso a recoger las fotos, que se habían desparramado por el suelo.

—Tiene usted que marchar… En septiembre, cuando vuelva a Berlín, la estará esperando el salvoconducto para viajar, dinero, yo me encargaré personalmente…

María parecía una estatua. Los ojos fuera de las órbitas, el labio inferior temblando. Hans recogió el papelerío, le dio el bolso, puso en sus gestos la mayor amabilidad y sensibilidad posibles, pero ella estaba ausente, como soñando despierta.

—Le agradezco —dijo ella con un tono neutro.

—No me agradezca, María.

Salieron al patio. La deslumbrante luz del sol los encandiló.

—No esté triste —dijo él—, aunque no nos volveremos a ver.

Pasaron junto a una especie de piscina de cemento con juntas de alquitrán. Un coche soviético negro, uno de esos enormes coches oficiales de los que pululaban por Berlín sin cesar, estaba esperando.

Hans abrió la portezuela y miró a María.

—¿Adónde va?

—A recoger mi bicicleta.

Juega con mis últimas gotas de sangre y de vida… La dificultad de respirar. Voy a morir, pensó María con los ojos empañados.

El coche giró reflejando un resplandor en el parabrisas y desapareció tras el alambrado. Se había desvanecido la isla, los jardines perfumados. Lo único que había ahora era una pared añosa y ventanas con rejas. María se sintió acorralada en un paisaje inmenso de maleza opaca. Pedaleaba llorando quedamente y contemplaba incrédula el vasto firmamento.

Dadme una semana en una isla con él, un día aunque sea…

 

Capítulo 13

Es una filmación descolorida y manchada que fluctúa proyectando en los bordes unas singulares motas de color sepia. El resol matutino sobre el lago permite vislumbrar una barca. Destellos negros a la izquierda de la imagen. María Eich lleva unas gafas de sol enormes, un jersey gris de cuello cerrado y unos pantalones anchos que ondean al viento de vez en cuando. Un fular enmarca su rostro.

Brecht, con lentitud, rema sin más abrigo que su camisa. La embarcación avanza a trompicones por el lago. En segundo plano, una hilera de abedules. Brecht se ha vuelto a poner la gorra. Paletea con un ritmo irregular y cansado mientras María Eich lee unas notas escritas en un papel tan fino que parece de arroz. No se llega a adivinar por qué ella, en la parte de la barca que está bajo la sombra, se inclina en dirección opuesta a la cámara, pero se alcanza a oír, entrecortada por las interferencias, la voz de Théo Pilla: «Acabada la fase de endulzar los oídos, ella se dio cuenta de que el muy cerdo no tenía más intenciones que revolcarse y retozar sobre ella en su pocilga».

Sumida en la penumbra, María rompe la homogeneidad de las intensas sombras plateadas estirando el brazo y dejando caer las notas no en la barca, sino en el agua. Alguien pregunta: «Pero ¿qué está haciendo?» y, al ritmo del traqueteo del proyector, Hans Trow susurra: «María se venga de Brecht lanzándole al agua las notas de un discurso para la sección de artes escénicas y un listado de las nuevas tareas del teatro elaborado por el amo y señor…». «¿Tienen esas notas?» «Las tenemos, nuestro agente las fotografió directamente de su máquina de escribir». «Muy bien», tercia una voz ronca en la oscuridad. Mientras tanto, se ve a Brecht soltar los remos, dar un salto que le hace perder la gorra —que ahora flota inerte—  y coger a María por los brazos, quien no cesa en el vano intento de esconder las notas tras la espalda. Algunas se esparcen a la luz del sol y se alejan de la barca hasta confundirse entre los reflejos del cañaveral. Desde el fondo de la sala, alguien ordena en voz baja: «Déjenme el informe en el despacho. Lo enviaremos a Moscú…».

La embarcación va a la deriva. María, ahora sin gafas, se aparta el pelo de la cara. Brecht, a gatas, tiende en el suelo de la barca una de las notas mojadas. Y sí, Brecht sigue intentando juntar las notas que flotan como nenúfares. María nada, se divierte. Los pinos proyectan sombras balsámicas. Brecht vuelve a coger los remos mientras una joven en traje de baño desaparece entre las sombras. De pie, Brecht experimenta el desconcierto de un momento de vacío. El paisaje palpita. El rostro de María resurge en el agua entre el vaivén de las sombras y el follaje del embarcadero y, risueña, se pierde una vez más tras las manchas de una imagen saturada por el sol. La película está velada, se rompe…

Luego, cuando se volvió a poner el proyector en marcha, fue como si se tratara de otra cinta. Las notas habían desaparecido, no había pasado nada, el lago volvía a ser un espejo al sol, vacío. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla, nadaba una mujer. Entonces, en un cambio de toma, se vio un primer plano de sus pestañas negras, todavía húmedas y enmarañadas, y Hans dijo:

—Eso se filmó el mismo día, más tarde.

Alguien encendió las luces de la sala, atestada de uniformados.

Wilhelm Prachko, del grupo 4 de la Stasi, escuchaba el informe de Hans Trow:

—María Eich se dedicaba a interpretar entretenidas comedias en Viena y no está preparada para las tensiones que vivimos. Así y todo, nos ha ido facilitando con regularidad informes muy fiables. Ella detesta la dramaturgia brechtiana que cree en una era científica aplicada a la literatura.

Hans Trow añadió:

— Siempre ha creído que el teatro no es sino una serie de pases hipnóticos, un arte de magos o de faquires… En eso no es más que una exquisita actriz vienesa de fin de imperio que espera escenas de amor, gestas nobles, suspiros ardientes de príncipes azules.

A continuación se debatió sobre los lentos y engorrosos trámites para pagar las pensiones a los combatientes de España. Los uniformados se pusieron de pie y abandonaron la sala conversando.

—¿Dónde está ella? —interrumpió Wilhelm Prachko.

—En su apartamento de la Schumannstrasse —respondió Hans Trow.

—Ocúpese de ella.